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6.9.11

El precio de la práctica

Por Charlotte Joko Beck

Cuando encontramos que nuestra vida no es placentera tratamos de escapar de esa incomodidad a través de distintos mecanismos. Es esos momentos, lidiamos con nuestra vida como si fuera algo separado de nosotros mismos. Mientras esa siga siendo la forma de verla, pondremos mucho esfuerzo en encontrar algo o alguien que se encargue de manejar nuestra vida por nosotros. Puede ser una pareja, un maestro, una religión, un centro de alguna actividad. Alguien o algo deben lidiar con nuestra vida.

Mientras vemos la vida con esta visión dualista, nos engañamos a nosotros mismos, creyendo que no existe ningún precio por realización de ésta. Todos compartimos esta desilusión en diferentes grados y ella solo nos lleva a la miseria y el sufrimiento.

A medida que la práctica [en el zen] avanza, la desilusión ataca y comenzamos lentamente a darnos cuenta que debemos pagar un precio por la libertad. Nadie, salvo uno mismo puede pagarlo por su propia vida. (…) Hasta que no comprendemos esa realidad,  continuamos resistiéndonos a la práctica y aun después, la resistencia persiste, pero no tan fuerte. Es difícil mantener la comprensión en todo momento.

¿Cuáles son las formas a través de las cuales evadimos pagar el precio? La primera es nuestro constante no-deseo de soportar el propio sufrimiento. Pensamos que podemos evadirlo o ignorarlo, pensar en otra cosa, distraernos. O creemos que alguien lo puede remover de nuestra vida. Creemos que tenemos el derecho a NO sentir dolor. Buscamos y esperamos fervientemente que otra persona se encargue del dolor propio. Esa resistencia determina la práctica: “hoy no voy a practicar, hoy no tengo ganas”, “hoy no voy a ir a la clase, no me gusta lo que surge en ella”. Flaqueamos en nuestra integridad cuando es dolorosa mantenerla. Dejamos de lado una relación que ya no cumple con nuestras expectativas. Por debajo de estas evasiones, se encuentra la creencia de que los otros deben servirnos; son lo otros los que deben limpiar los desórdenes que hacemos.

Pero nadie, absolutamente nadie, puede experimentar la vida por otra persona. Nadie puede sentir por otro el inevitable dolor que ésta trae consigo. El precio que debemos pagar para crecer está frente a nuestras narices y no llegamos a un compromiso real con la práctica hasta que no logramos ver el hecho de que NO queremos pagar ningún precio.

Tristemente, mientras evadamos nos mantenemos cerrados a la maravilla que la vida es y que somos. Tratamos de aferrarnos a las personas que, creemos, pueden mitigar nuestro dolor. Intentamos dominarlas, mantenerlas cerca, incluso esperamos engañarlas para que así se hagan cargo de nuestro dolor. Pero no hay regalos. Una joya de alto precio nunca llega regalada. Debemos pagarla a través de una firme y constante práctica.

Debemos ganarla en cada momento, no sólo en el “lado espiritual” de la vida. Como realizamos nuestras obligaciones, como ayudamos a otros, si hacemos o no el esfuerzo de estar atentos en cada momento, todo esto es pagar el precio de esta joya.

No se trata de definir un montón de nuevas ideas de “cómo yo debería ser”. Sino de ganar integridad y totalidad en nuestra vida en cada acto que hacemos, cada palabra que decimos. Desde el punto de vista más común, el precio que debemos pagar es muy alto, pero visto claramente, no es realmente un precio sino un privilegio. A medida que nuestra práctica avanza, comprendemos este privilegio más y más.

En este proceso descubrimos que nuestro dolor y el de los otros no son mundos separados. No existe “mi practica es la mía y la tuya es la tuya” porque cuando realmente nos abrimos a la vida, nos abrimos a todas las vidas. La ilusión de la separación se desvanece a medida que pagamos el precio de una práctica atenta.

Superar esa ilusión  es comprender que, al practicar, no estamos solo pagando el precio por nosotros sino también por todos los demás seres. Mientras nos aferramos al concepto de estar separados del resto (las ideas sobre uno mismo, las ideas sobre los otros y las ideas sobre lo que queremos de los otros) aun no estamos pagando ningún precio.

Pagar el precio significa que debemos dar aquello que la vida requiere que demos, puede ser dinero, tiempo, bienes materiales; y a veces que no demos aquello que queremos dar, simplemente porque no es requerido. Siempre, el esfuerzo en la práctica es ver que es lo que la vida demanda, como opuesto a lo que queremos dar, y esto no es nada fácil. Esta práctica tan dura es el pago exacto si queremos encontrar aquella joya tan preciada.

No podemos reducir la práctica simplemente al tiempo que usamos en la clase, aunque éste es de vital importancia. Nuestro entrenamiento – pagar el precio – debe llevarse a cabo 24 horas al día.

A medida que hacemos este esfuerzo en el tiempo, cada vez más valoramos la joya que nuestra vida es. Pero si continuamos alborotando la vida como si fuera un problema o si utilizamos el tiempo en buscar un escape a este problema imaginario, la joya siempre permanece escondida. Pero aun escondida, la joya está siempre presente, pero nunca la llegaremos a ver, si no pagamos el precio.