BUSCAR EN TAI CHI DEL PARQUE

8.1.14

Los árboles dorados

Cuento publicado originalmente en octubre de 2011.




Llegó a un pequeño bosque luego de correr los 8 kilómetros diarios, pero no conocía ese lugar. Sin darse cuenta, sumida en sus pensamientos se había desviado de su camino habitual. Se dispuso a elongar sus músculos antes de recorrer los 8 km. de regreso, pero este lugar era extraño, la llamaba a hacer diferente.

Se sentó en la tierra, entre las hojas secas y el pasto húmedo. Sintió su respiración. Recordó lo que tantas veces repiten en la clase de tai chi: inhalar, inflar la panza… exhalar dejando que vuelva hacia adentro. Se quedó unos minutos sólo respirando. Apoyó su espalda contra un árbol y se le ocurrió probar…

¡Cuántas veces había abrazado un árbol imaginario en las clases! ¿Cuántas veces había abrazado un árbol real?

Se paró, miró el árbol, se acercó a él y lo abrazó. Apoyó la nariz contra el tronco, respiró la corteza. Cerró los ojos. Dejó que su panza se mueva en el árbol, respirando. Sintió las raíces y dejó que sus pies se hundieran con ellas. Su intención era fundirse con el árbol, ser parte de él. Y así se mantuvo durante minutos.

Cuando salió de ese hechizo, giró y apoyó su espalda contra el tronco que segundos antes era su cara. Dejó que el árbol la sostenga. Confiando completamente en él, se soltó. Recién en esa entrega, abrió los ojos y lo que vio la asombró. Pero no dejó que ese asombro la sacara de foco.

Comprendió que estaba viendo cómo ven los árboles. No había objetos, no había diferencias. Había una unión de los elementos que ella reconocía como tierra, árboles, cielo, porque se lo decía su cerebro, pero todo era una sola forma de matices dorados. En perfecta armonía, cielo y tierra estaban unidos por estos árboles dorados que, con inmensa paciencia, comprendían que su labor en este mundo era unir lo que tocaban sus raíces con lo que tocaban sus ramas.

Esa visión del mundo la maravilló. ¡Todo era tan simple! Sus pies en la tierra y su cabeza en el cielo. Su propio cuerpo en ese momento cumplía con el mismo objetivo de los árboles: unir su tierra con su cielo. Se vio dorada, unida a la tierra que la sostenía. No podía ver su cabeza, pero sabía que también estaba unida al cielo.

Entendió por qué había llegado a ese lugar y también supo que se tenía que marchar. Debía regresar a su vida. Comenzó a caminar, separándose del árbol y a medida que se alejaba de él su visión del mundo iba volviendo a la normalidad.



Extracto del libro “El Camino de la Serpiente” de Marcela Thesz.