Cuento publicado originalmente en octubre de
2011.
Llegó a un
pequeño bosque luego de correr los 8 kilómetros diarios, pero no conocía ese
lugar. Sin darse cuenta, sumida en sus pensamientos se había desviado de su
camino habitual. Se dispuso a elongar sus músculos antes de recorrer los 8 km.
de regreso, pero este lugar era extraño, la llamaba a hacer diferente.
Se sentó en la
tierra, entre las hojas secas y el pasto húmedo. Sintió su respiración. Recordó
lo que tantas veces repiten en la clase de tai chi: inhalar, inflar la panza…
exhalar dejando que vuelva hacia adentro. Se quedó unos minutos sólo
respirando. Apoyó su espalda contra un árbol y se le ocurrió probar…
¡Cuántas veces
había abrazado un árbol imaginario en las clases! ¿Cuántas veces había abrazado
un árbol real?
Se paró, miró el
árbol, se acercó a él y lo abrazó. Apoyó la nariz contra el tronco, respiró la
corteza. Cerró los ojos. Dejó que su panza se mueva en el árbol, respirando.
Sintió las raíces y dejó que sus pies se hundieran con ellas. Su intención era
fundirse con el árbol, ser parte de él. Y así se mantuvo durante minutos.
Cuando salió de
ese hechizo, giró y apoyó su espalda contra el tronco que segundos antes era su
cara. Dejó que el árbol la sostenga. Confiando completamente en él, se soltó.
Recién en esa entrega, abrió los ojos y lo que vio la asombró. Pero no dejó que
ese asombro la sacara de foco.
Comprendió que
estaba viendo cómo ven los árboles. No había objetos, no había diferencias.
Había una unión de los elementos que ella reconocía como tierra, árboles,
cielo, porque se lo decía su cerebro, pero todo era una sola forma de matices
dorados. En perfecta armonía, cielo y tierra estaban unidos por estos árboles
dorados que, con inmensa paciencia, comprendían que su labor en este mundo era
unir lo que tocaban sus raíces con lo que tocaban sus ramas.
Esa visión del
mundo la maravilló. ¡Todo era tan simple! Sus pies en la tierra y su cabeza en
el cielo. Su propio cuerpo en ese momento cumplía con el mismo objetivo de los
árboles: unir su tierra con su cielo. Se vio dorada, unida a la tierra que la
sostenía. No podía ver su cabeza, pero sabía que también estaba unida al cielo.
Entendió por qué
había llegado a ese lugar y también supo que se tenía que marchar. Debía
regresar a su vida. Comenzó a caminar, separándose del árbol y a medida que se
alejaba de él su visión del mundo iba volviendo a la normalidad.
Extracto del libro “El Camino de la Serpiente” de Marcela Thesz.